miércoles, 11 de mayo de 2011

Sé que llegará

Creo que me encuentro en un momento, situación, etapa, en donde mi interior formula muchos pensamientos, hipótesis, conjeturas, preguntas. Admito sentirme necesitado de respuestas, pero de esas respuestas que hace que las preguntas desaparezcan.

No es nueva esta sensación en mí. La fragata de mi alma ya ha navegado por esta bahía de sentimientos. Conozco sus vientos, sus oleajes, sus marejadas. Y lo que puedo decir es que no es cómodo convivir con eso, porque a veces se hace interminable la espera de la llegada de esas respuestas. De hecho, en ocasiones, algunas circunstancias se disfrazan con apariencia de respuestas, y uno se ilusiona; pero no pasa mucho tiempo para percatarte que en realidad tu pregunta no ha sido eliminada, sino que sigue desconsideradamente vigente, y ni siquiera te pide la opinión o el permiso para quedarse en ti. Y es como que adquiere el aspecto de enemiga, porque te angustia, y es como que goza al quedar triunfante en cada round que tiene contra algún intento de respuesta.

Sé lo que es vivir con esa sensación de no respuesta durante años. Sí, años. Como también sé lo que es estar con esa sensación durante meses, o también durante solo algunos días u horas. ¡¿Por qué será que las respuestas más importantes son las que a veces más tardan en llegar?! Jejeje. Es que en la espera surge la permanente sensación de despecho, de que quizás simplemente hay que conformarse con lo que hay, eso de que probablemente no tiene sentido seguir esperando esa respuesta.

Esa respuesta a veces tiene forma de consejo o declaración verbal. A veces viene en el envoltorio de la historia real ajena. O a veces se presenta vestida de experiencia personal. Pero cuando llega, la reconoces inmediatamente, porque tu necesidad de ella te hace distinguirla cual catador al mejor del peor vino, cual madre al llanto de su hijo, cual enamorado a la voz de su amada.

Pero eso es lo importante: saber que esas respuestas, tarde o temprano, LLEGAN.


No hay que desmayar en la convicción de que en el momento más oportuno, o quizás más inoportuno, esa singular especie de preguntas, que quiso hacer residencia permanente en el pensamiento, tendrá su cita con la extinción.

jueves, 5 de mayo de 2011

Te lo debes a ti mismo

Era el último día de clases, y Raúl debía una nota, de la cual dependía la aprobación de la materia. Recién ese último día hubo oportunidad de que él pudiera hablar con la profesora para poder llegar a una solución. Las posibilidades eran tanto obvias como pocas: quizás debía ese mismo día dar un examen oral, o de pronto la profesora le daría la posibilidad de presentarse al día siguiente con algún trabajo práctico, o simplemente la profesora determinaba la no aprobación de la materia, porque, claro, Raúl debió haberse presentado el día en que el resto del curso rindió esa prueba.

Evidentemente, la incertidumbre en Raúl era descomunal. ¿Qué le iría a decir la profesora? ¿Qué le dirían sus padres si tuviera que contarles que, por no haberse presentado a esa prueba el día fijado, y por no arreglar antes esa situación con la profesora, reprobaría la materia? Además, ese era el último año, y no aprobar esa materia implicaba repetir el curso. ¿Qué se sentirá ver a todo su curso graduarse y él no?

Hasta que llegó el momento crucial: el encuentro con la profesora para arreglar lo de la nota pendiente. Raúl expuso sus razones y sus disculpas con innegable preocupación y angustia. Su idea no era adular ni versear a la profesora; pero lógicamente pretendía una solución favorable. La profesora tomó la palabra, y con ella, el veredicto final de la cuestión.

Raúl -exclamó la profesora- claramente, y no hay ni siquiera que decirlo, estamos en el último día del año escolar. No puedo pedirte que vengas otro día a darme un examen oral o que me traigas un trabajo.
Entiendo -dijo Raúl, dando por sentado lo predecible de su frustrada esperanza.
Pero, ¿sabes? -continuó la profesora- yo sé que este es tu último año, y además sé que de esta materia depende que apruebes tu último año escolar. Lo que yo debería hacer es, obvio, reprobarte, porque no te presentaste a la prueba, y porque no te acercaste antes a solucionar este asunto.
Sí, profe -consintió Raúl.
¿Pero sabes lo que voy a hacer, Raúl? -dijo la profesora.
¿Qué? -respondió Raúl.
Te voy a poner un 10 -expresó la profesora, provocando un inusitado asombro en el muchacho, junto con esa sensación de mezcla entre alegría y gratitud que genera el favor no merecido.
¿Y por qué, profe? -dijo Raúl.
Porque sé que este es tu último año, y no quiero causarte la frustración de haber perdido el año por una sola nota- contestó ella.
Gracias, profe, en serio -declaró el muchacho, no disminuyendo en su estado de sorpresa.
Pero -articuló la profesora- quiero decirte algo más.
Dígame -mencionó Raúl.
La profesora expuso: "Raúl, tú puedes tomar esto como un favor o como una deuda. Si lo tomas como un favor vas a pensar 'qué buena onda la profe', y ahí va a quedar. Pero si lo tomas como una deuda vas a pensar que a alguien se la debes. Yo te hago un requerimiento: que tomes este 10 como una deuda, pero no una deuda que tengas que pagármela a mí, sino como una deuda a ti mismo. Al salir de tu etapa escolar, vive tu vida de tal forma que pagues este 10. En tu familia, en el trabajo o estudio que tengas, en tu forma de vida gánate este 10, ¿sí? Yo te pongo este 10, pero acuérdate siempre que este 10 te lo debes a ti mismo".

Singularmente impactado el muchacho por las palabras de la profesora, y luego de unos segundos de silencio, acompañados de la mirada penetrante de su maestra, Raúl respondió: "Sí profe, me voy a ganar este 10, se lo prometo".

Raúl aprobó la materia y pudo graduarse junto a sus compañeros.


Basado en una historia real.