domingo, 10 de marzo de 2013

retour

No escatimaban en expresividad. Érica y Alberto formaban un matrimonio diferente: hacían locuras, con frecuencia quebrantaban adrede la rutina, hacían viajes fugaces a donde fuera, organizaban veladas a solas donde la actividad a realizar no importaba tanto como el mero hecho de estar juntos. Ambos solían recordar la época en que eran pololos, en la cual estaban restringidos por los horarios y los permisos de sus padres. Habían acordado que al casarse se desquitarían de las muchas cosas que no pudieron hacer mientras pololeaban, ya sea porque llegaba la hora de volver cada uno a su casa, o porque alguno de los padres requería de uno de sus hijos, lo cual dejaba al otro con una improvisada sensación de orfandad sentimental. 
"Cuando nos casemos -decían- no seamos un matrimonio típico; aprovechemos de hacer todo lo que no pudimos hacer antes". 

Sin embargo, con el paso de los años cada uno fue adquiriendo responsabilidades laborales más exigentes, y con ello, el tiempo libre debía aprovecharse más para descansar, dormir, a lo sumo para preparar una comida rica que implicaba más tiempo cocinarla que las comidas cotidianas, o también de pronto para sentarse a ver una buena película. Por supuesto, también llegaron los hijos, que claramente, junto con la bendición de su llegada, trajeron consigo una serie de responsabilidades, de grandes responsabilidades.  En fin, todo el ánimo jovial que encendió la espontaneidad de su expresividad al comienzo de su matrimonio, se fue adaptando con los años a las exigencias impostergables del quehacer cotidiano que la vida les impuso. 

Eran felices, nunca dejaron de ser expresivos entre ellos en su lenguaje verbal y de piel. Pero a partir de un momento empezaron a sentir añoranza por el tiempo en que la espontaneidad era más evidente en su día a día. 
Un día Febe, la madre de Érica,  los invitó a su casa a cenar. Los hijos de Érica y de Alberto ya estaban grandes, así que cada cual andaba en lo suyo. Febe, Érica y Alberto cenaron, y luego vino una larga sobremesa. El padre de Érica, Mario, había fallecido hace algunos años por una enfermedad al corazón. Hablaron de Mario, de los nietos, de los tiempos pasados, quizás como típica sobremesa entre familiares adultos. Y salió a colación el tema de que ambos, Érica y Alberto, extrañaban el tiempo en que su matrimonio estaba empezando. Eran las 2 de la madrugada cuando empezó a tocarse ese tema. Érica hizo un comentario: 
-Si estuviéramos recién casados, saldríamos a caminar, no importa que sean las 2 de la mañana. 
Alberto sonreía como quien recuerda una práctica ya definitivamente abandonada. En eso Febe irrumpe con una acotación inesperada: 
-¿Y por qué no salen a caminar?. 
-Es que es muy tarde, mamá, y hace un poco de frío -señaló Érica. 
-¡Pensar que en ese tiempo no nos importaban nada ni el frío ni la hora! -expresó Alberto.
-¡Vayan! -dijo Febe- ¡Pololeen! ¡Aprovechen que están casados! 
Érica y Alberto se miraron unos segundos, en silencio, atónitos del comentario de Febe. Alberto cobró ánimo, tomó de la mano a Érica, y le dijo a su suegra: 
-Tienes toda la razón, Febe. 

Alberto y Érica se despidieron de Febe, y salieron a caminar. Eran las 2:27 de la mañana. 

Por Andrés Yáñez.