martes, 1 de abril de 2014

El valor de un abrazo

En las siguientes líneas intentaré plasmar algo que para mí es muy significativo, tanto así que considero que es una de las cosas que más aprecio en la vida: el valor de un abrazo. 

Yo tenía unos 16 años cuando pude entender y vivenciar la belleza de esa experiencia. Y las circunstancias eran muy particulares en aquel entonces: en el ámbito familiar, la realidad aportaba elementos complejos; en lo académico, yo cursaba tercer año de enseñanza media, y tenía acumulado un gran porcentaje de inasistencia a clases debido a una depresión que me dio a causa de una sobrecarga de estrés, el cual se produjo, entre otras cosas, porque me había involucrado en el mundo dirigente -fui presidente del Centro de Alumnos de mi liceo. Al ser dirigente estudiantil, estaba involucrado constantemente en diversas actividades. Fueron varias las veces que llegaba a las 8 de la mañana al liceo y me iba a mi casa a las 9 o 10 de la noche (mis compañeros de curso volvían a sus casas alrededor de las 2 de la tarde). Hago hincapié en esto de haber sido dirigente estudiantil porque ocupé mucha de mi energía en ese ámbito, y tengo que ser honesto: la verdad es que no fui un buen presidente. Fracasé al llevar a cabo el plan de trabajo que había elaborado. La mayoría de las promesas que hicimos en la campaña no las pude cumplir. Eso me bajoneó mucho, y a raíz de ese bajón fue que empecé a faltar a clases y a dejar botadas varias de mis actividades, entre otras, mis labores eclesiásticas. En ese tiempo yo tocaba la batería en mi iglesia, y a causa de mi depresión anímica también empecé a faltar a mi compromiso con la banda musical de mi congregación. Ahora que lo pienso, fue un tiempo bastante magro de mi biografía: en casi todos los ámbitos de mi vida las cosas andaban o a medias o francamente mal. 

Pero hubo una luz en medio de ese callejón lúgubre de mi historia. En medio de ese tiempo empecé a cultivar una relación más profunda con Dios. La música me ayudó mucho en eso. Alrededor de mis 13 años de edad empecé a conocer la manifestación de la presencia de Dios en medio de la adoración. Recuerdo que tomaba la guitarra, me encerraba en mi pieza y empezaba a cantarle a Dios. Se producía algo hermoso. No sé cómo describirlo. Sentía algo muy cálido en mi pecho. Sentía una paz profunda, una sensación que era algo así como que todo se detenía, como que todo quedaba de lado, y algo te decía que todo iba a estar bien, que todo tendría una salida.  O sea, no era solo una mera calma, era una paz que traía consigo una fuerte convicción de esperanza, una visión de futuro, una convicción de que todo iba a estar mejor. Pero además, sentía muy fuerte la sensación de complicidad y comprensión. A mis 16 años yo estaba fracasando en mi vida como dirigente y como parte del equipo de músicos de mi iglesia, lo cual me hacía sentir constantemente avergonzado. Me sentía, como se dice, "perseguido". Y es lógico, cuando sabes que has fallado en tus compromisos, sientes eso, vergüenza. Sientes que los demás saben que les has fallado. Quizás por eso procuraba no salir de mi casa. Solo tenía ganas de estar en mi pieza, encerrado, no quería ver a nadie ni saber nada de nadie. Aparte, yo sentía que las luchas que yo estaba enfrentando eran tan singulares que pensaba que nadie las podría entender. A los 15, 16 años, todos tienen otro tipo de problemas: sentimentales, autoestima, rollos con los padres, etc., etc., etc.. Y mis problemas no eran exactamente esos; los míos eran dramas políticos. ¿Quién entendería que me sentía mal y bajoneado porque no pude cumplir con lo que esperaba hacer como dirigente estudiantil? Todos me decían cosas como: "en las cosas que andas metido". O sea, claramente NADIE me daba luces de que podría comprender mi estado anímico. Bueno, en ese contexto es que yo pude sentir esa complicidad y comprensión cuando le cantaba a Dios. No crecí con mi papá biológico, pero creo que la sensación se asemeja a eso: cuando tu papá sabe que has cometido errores, pero te abraza y te dice que va a estar contigo y que te ayudará a salir adelante. O sea, no era solo una mera calma, era una sensación paternal, de comprensión, de ayuda, de que ahí era donde yo pertenecía, de que ahí estaba mi hogar. 

Varias veces en medio de esos tiempos a solas con Dios yo pude experimentar algo muy especial. Es lo que yo personalmente describo como el abrazo de Dios. Y la secuencia era muy singular. Trataré de detallarla. Yo empezaba cantando alguna canción que conocía. La volvía a cantar. Yo cerraba mis ojos y aumentaba el volumen de mi voz. De pronto empezaba a experimentar esa paz de la que hablo más arriba. Pero luego dejaba de cantar, y simplemente arpegiaba la guitarra. Mis ojos seguían cerrados. Luego ya dejaba de lado la estructura armónica de la canción, y en medio del arpegio libre de la guitarra, empezaba a decirle a Dios cosas espontáneas, cosas que expresaban gratitud por lo que Él me hacía sentir en ese momento. Varias veces, VARIAS VECES me emocioné hasta las lágrimas, que, obvio, eran de profunda alegría. Y en medio de toda esa hermosa calma, yo sentía que una especie de fuego me rodeaba. Pero no era un fuego que quemaba, sino un fuego que abrigaba, que acogía, que escondía, que protegía, que no te generaba duda alguna que al estar ahí estabas en medio de un regazo. Lo que menos quería era salirme de ahí. ¡Era tan placentero estar ahí! Ahí es donde entendí el valor de un abrazo, porque en medio de las tantas adversidades internas que yo estaba atravesando, era ahí donde me sentía devuelto a la vida. Ahí se iba la rabia conmigo mismo, se iba la vergüenza hacia los demás, se iba la derrota, se iba la falta de comprensión. Comprensión... ¡qué palabra más especial esa! En medio de ese abrazo fue donde conocí esa tan necesaria sensación.

A partir de toda esa experiencia es que aprendí a abrazar. El abrazo de Dios es distinto a los abrazos que damos los seres humanos. Nosotros abrazamos varias veces solo hasta los hombros, o con palmaditas en la espalda, o quizás abrazamos por lapsos escuetos, o sincronizamos nuestros abrazos con discursos. Pero el abrazo de Dios es especialmente diferente. Sus brazos te rodean y permanecen quietos así, rodeándote, traspasándote calor, amistad, comprensión, pertenencia, pureza, alegría, profundo cariño, tranquilidad. No hay discursos de por medio. Su abrazo lo dice todo; no necesita palabras. Además, sus abrazos son largos. Y todo eso te lo da no importando tu currículum. Puedes ser la mejor o la peor persona, y la intensidad y profundidad de ese abrazo va a ser la misma. Es un abrazo que desconoce por completo la palabra discriminación. Él no me negó su abrazo cuando yo lo busqué, aunque yo sabía claramente que no lo merecía. Eso aprendí en Su abrazo, que un abrazo no se le niega a nadie. De verdad, yo puedo abrazar aun a quienes no me caen bien, porque sé que quizás la puerta al cambio no es la reconvención o la amonestación, sino el abrazo, con tooodo lo que un abrazo implica. 

Cuando yo procuro abrazar a alguien, trato, intento traspasar todo eso. Trato siempre de dar abrazos largos a todos, aunque con frecuencia no soy correspondido. (Observo que cada uno tiene su forma de abrazar. Y creo que eso está bien. Cada cual es único. Además, son tantas las veces que los abrazos se usan para fines expresamente egoístas, que me resulta súper comprensible que los abrazos sean malinterpretados). De hecho, esa es mi intención cuando al final de un escrito digo "Un abrazo", traspasar todo lo que un abrazo significa para mí. 

A raíz de todo lo que he compartido, llego a la conclusión de que, para mí, un abrazo es: paz, esperanza, amistad, comprensión, cariño, alivio, pertenencia, reconciliación, presente puro. ¡Y pensar que un abrazo es totalmente gratis! 

¿Te hago una sugerencia? Abraza. Más allá de los méritos o no, abraza. Dales a otros el hermoso regalo de un abrazo. 

Donde quiera que estés leyendo esto, me despido así: 
¡Un abrazo!




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