viernes, 25 de abril de 2014

Las palabras: ¿se las lleva el viento?

Hoy es uno de esos días en que, después de haber ido a la universidad, vuelvo a mi casa reflexionando en algo que se trató en la clase. Es verdad que no es raro que me pase eso: que me quede pensando en algún comentario o tema tratado en alguna exposición de algún profe o en alguna intervención que haya hecho algún compañero o compañera. Pero también es cierto que no me pasa rigurosamente siempre. De hecho, muchas (de verdad muchas) veces lo único que siento al salir de clases es la satisfacción de ya no estar en el aula. Sin embargo, hoy fue de esas veces en que la clase me dejó pensando. 

La materia que hoy cursé se llama "Sociología de la infancia, adolescencia y juventud. Revisión crítica", y en la clase, la profesora hizo mención a una característica propia de la etapa adolescente: la inopia, concepto que, en el análisis de la adolescencia, es introducido por Françoise Dolto en su obra La causa de los adolescentes. Dice Dolto: "para comprender adecuadamente qué es la inopia, la debilidad de la adolescencia, tomemos la imagen de [...] las langostas que pierden su concha: se ocultan bajo las rocas en ese momento, mientras segregan su nueva concha para adquirir defensas. Pero, si mientras son vulnerables reciben golpes, quedan heridos para siempre; su caparazón cubrirá las heridas y las cicatrices, pero no las borrará". 
En la clase, la profe nos explicaba que, según la mencionada autora, hay que tener cuidado con lo que uno le dice a los adolescentes, sobre todo entre (aproximadamente) los 12 y 18 años, ya que las palabras hirientes que una persona reciba en ese rango etario pueden marcarla para toda la vida. 
En el fondo, la inopia es la vulnerabilidad adolescente. El trato adverso de esa vulnerabilidad puede dejar marcas para siempre. 

Lo que me vine pensando en el camino, después de la clase, fue la gran cantidad de veces que he presenciado situaciones en las que una persona adolescente es receptora de palabras francamente hirientes por parte de otro (sea familiar, amigo, pareja, profesor, etc.). Y a veces esas palabras no necesariamente son lanzadas a quemarropa al adolescente, sino que también puede suceder que una persona de entre 12 y 18 años de edad simplemente escuchó algo que lo marcó. 
Pero no es solo eso, puesto que también -y sobre todo- pensé en las veces en que yo mismo traté de manera inadecuada a una persona que transitaba su adolescencia. Sentí una especie de preocupación mientras reflexionaba: "¿Será que marqué negativamente para siempre a esas personas?". Fue un autoanálisis en el que no pude llegar a sentir otra cosa que arrepentimiento. Sentía ganas de volver el tiempo atrás, y de haber reemplazado las palabras que dije. 

Hace poco oía a una Doctora en Filosofía (Esther Díaz) hablando sobre la no inocencia del discurso. Planteó un ejemplo muy sencillo. Parafrasearé su exposición: 

Imaginen a un hombre muy pero muy enamorado de su novia. Pero de pronto viene el mejor amigo de este muchacho enamorado -mejor amigo, lo cual implica que entre él y su amigo hay muchísima confianza y credibilidad- y le dice: vi a tu novia con otro. Al muchacho enamorado se le viene el mundo abajo. ¿Por qué? Simplemente por las palabras de su amigo. Este muchacho enamorado no vio nada, no fue él quien vio a su novia con otro; pero las palabras de su amigo alteraron su mundo. ¿Se dan cuenta que las palabras, que el discurso, no es inocente? Es importante saber elegir las palabras que usamos al hablar. 

En consonancia con todo lo que vengo planteando, diré que soy lector de la Biblia, y que me asombro de que la propia Escritura realza el enorme valor de las palabras. Dice el (neurálgico) libro de Proverbios, en el capítulo 18, versículos 20 y 21: 

Del fruto de la boca del hombre se llenará su vientre;
Se saciará del producto de sus labios.
La muerte y la vida están en poder de la lengua,
Y el que la ama comerá de sus frutos.

                                                                                         (traducción Versión Reina-Valera 1960)

Pero me gustaría que viéramos otra traducción del mismo versículo de la Biblia, el cual dice así: 

Tu forma de hablar te alimentará,
  lo que digas te saciará. 

Lo que uno habla determina la vida y la muerte;
que se atengan a las consecuencias los que no miden sus palabras.

                                                                                       (traducción Palabra de Dios para Todos) 

De acuerdo a este pasaje de la Biblia, observamos que ella nos enseña que el poder que tienen las palabras es tan grande, que el mismo puede determinar nada menos que la vida del ser humano. 

Notamos así que diversos sectores y ámbitos de la sociedad comparten la perspectiva en cuanto a la relevancia y trascendencia que tienen las palabras. 

Mi reflexión final es obvia, pero no por eso menos profunda y sincera. De verdad que hubiera preferido mi propio silencio en ciertos momentos de mi historia. Quisiera haber conocido antes este concepto analítico de Dolto: la inopia, y haber sabido medir mis palabras antes de herir ciertas vulnerabilidades ajenas. 

Hoy llegué a la conclusión de que, es verdad: las palabras no son acciones. Pero, a pesar de que no sean acciones, sí son experiencias. La experiencia siempre se asocia más a la acción, y es lógico: la experiencia es movimiento. No obstante, también es verdad que no todas nuestras experiencias involucran necesariamente alguna acción: tenemos una experiencia cuando apreciamos el silencio, cuando oímos algo, incluso, en el mismo ejercicio del descanso nocturno, aunque no estamos llevando a cabo acciones, estamos teniendo la experiencia de dormir. 

Pues bien, las palabras son experiencias. Experiencias que otros nos brindan, experiencias que nosotros brindamos a otros. Las palabras son experiencias del pensamiento. Las palabras son experiencias del corazón. 

No debemos ahorrarnos esfuerzos al escoger sabiamente lo que decimos. Las palabras que digamos a otros serán experiencias de sus almas, de sus recuerdos, de sus referencias en cuanto a nosotros y en cuanto al tema al que aluden nuestros dichos. Lo que digamos puede alterar la realidad de los otros; quizás, incluso, los marque para siempre. Y más allá de las edades, todos tienen el derecho de recepcionar palabras que les hagan bien; o que, al menos, no les hagan daño.  

En lo posible, y teniendo en cuenta todas las consideraciones que acá comparto -que son solo algunas de las posibles; por supuesto que hay muchísimas más-, propongo que nos demos el trabajo de aprender a elegir bien nuestras palabras, ya que a ellas, a diferencia de lo que varios piensan, rara vez se las lleva el viento.

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